“El arte sirve para
limpiar los ojos”. Escribí esa pequeña pero grandiosa frase
de Karl
Kraus
en mi aportación a un mural compartido entre varios artistas
(Col-art). Es una de las mejores definiciones del arte
que he leído.
La medicina sirve para
curar, la filosofía para pensar, la ciencia para saber, la educación
para intoxicar... Todo está hecho con una finalidad específica. El
arte no. El arte no tiene un cometido concreto, ni
misión alguna. No sirve para nada, y por eso sirve para todo. Su
inútil utilidad (…), esa aparente contradicción, lo define como
algo extraordinariamente único.
Existen los ojos sucios.
Los que el arte podría limpiar, que no adoctrinar, no son
todos. También hay ojos imposibles de lavar. Están en el otro lado,
lejos de cualquier luz. Aunque a la distancia justa para poder tocar
con desprecio, politizando el arte a través de su
iconografía. Algo que no es nuevo, por cierto. El arte sirve
para todo, ajeno a su propio destino. La utilización simbólica
posterior a su creación lo lleva inevitablemente a su destrucción.
La destrucción de un símbolo conlleva desprecio y exhibición. Es
necesaria la divulgación del momento de la caída, formando así
nuevas imágenes. El símbolo adquiere otra simbología
y el icono no se destruye del todo, se convierte a través de las
imágenes en una nueva iconografía.